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Los olmos han formado parte del paisaje urbano de nuestro medio rural durante cientos de años. Resistentes a la sequía y también a la inundación eran ideales para crecer en medios humanizados. Su porte frondoso aportaba sombra y frescor a calles, plazas y bordes de caminos y, además, su madera era muy apreciada por su resistencia a la putrefacción y a los golpes.

Desgraciadamente, este viejo olmo es uno de los últimos representantes que quedan de los grandes árboles que presidían las plazas de los pueblos madrileños (el otro es el de Guadarrama). Estos símbolos vivientes, junto con numerosas olmedas silvestres, han ido desapareciendo en las últimas décadas debido una grave enfermedad, la grafiosis. En el Real Jardín Botánico de Madrid tenemos otro viejo ejemplar, «el pantalones”, que, desgraciadamente en los últimos meses ha sido también atacado por la enfermedad y en Rivas Vaciamadrid resiste una reducida olmeda a orillas del Manzanares.

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En el siglo XVIII, al finalizar la construcción del pueblo, el arquitecto Churriguera mandó plantar una larga hilera de olmos para adornar la entrada al palacio. Los olmos llegaron a ser tan grandes y de tal espesor su copa que en la carretera que viene desde Pozuelo del Rey, llegaron a formar un túnel al juntarse las copas de los árboles de un lado y otro de la carretera. Esto provocaba que el viajero caminara por este túnel de sombra y frescor y que, justo a la entrada del palacio, se abriera la luz y quedaba patente ante sus ojos el esplendor del palacio.

Todos han ido muriendo excepto este ejemplar a cuyos pies aun se sientan los viejos del lugar.

Su apariencia invernal permite apreciarlo en toda su extensión. De una edad aproximada de 300 años tiene unos 25 metros de altura, 6,30 metros de perímetro de tronco y 18,2 metros de diámetro de la copa, algo recortado últimamente por las podas efectuadas. Está protegido como Árbol singular de la Comunidad de Madrid.

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